Llego a casa y cierro la puerta. Suena simple, pero ese gesto se ha vuelto casi un ritual para mí. Cierro la puerta del trabajo, del tráfico, del ruido, de las cosas que me faltaban por hacer…
Antes llegaba a casa con la cabeza a mil, seguía respondiendo correos desde el sofá, me quedaba con el abrigo puesto mientras miraba el móvil y acababa cenando lo que fuera delante de la televisión sin haber pisado la ducha. Vivía en modo automático, con el estrés pegado a la piel.
Un día me di cuenta decidí que no podía seguir así, porque me estaba haciendo daño a mí misma. Y poco a poco fui construyendo pequeñas rutinas que, sin ser nada del otro mundo… cambiaron por completo la forma en que termino el día.
Quitarse los zapatos, literal y mentalmente
Lo primero que hago al entrar es quitarme los zapatos. No por limpieza, aunque también, sino porque para mí es una forma de decirle al cuerpo que ya no estamos en la calle. Me pongo unas zapatillas cómodas o directamente calcetines gruesos. Solo ese gesto ya me afloja los hombros.
En ese mismo momento, dejo el móvil en modo «no molestar». No siempre lo logro, pero cuando lo hago, todo va mejor. A veces lo pongo en la entrada, lejos del salón. Me he dado cuenta de que la mayoría de las notificaciones pueden esperar. Y si no pueden, que esperen igual.
Luz cálida, no brillante
Una de las cosas que más estrés me provocaba sin darme cuenta era la luz. Llegaba a casa y encendía todo como si fuera una oficina. Blancos fríos, fluorescentes… Un horror. Un día, por casualidad, me fijé en que cuando iba a algún sitio que me relajaba —una cafetería tranquila, una sala de espera agradable, incluso algunas tiendas— la luz era siempre más baja, más cálida y más suave.
Yo no sabía que los hogares inteligentes ayudaban tanto, pero cuando me informé con empresas especializadas en el tema, como DecoraZiona, descubrí que los hogares inteligentes son fantásticos para automatizar ciertas acciones rutinarias que haces todos los días.
Así que cambié todas las bombillas por luces cálidas, y luego instalé luces regulables en intensidad y un sistema para que se vayan encendiendo solas al atardecer. Uso una aplicación sencilla que conecta con unas bombillas inteligentes. Cuando se pone el sol, las luces del salón se encienden solas, bajitas, acogedoras. Si me retraso en llegar, al menos no entro en una cueva oscura, y si estoy en casa, casi ni noto el cambio, solo siento que el ambiente me envuelve un poco más. No te imaginas lo mucho que cambia el estado mental con algo tan simple.
Abrir las ventanas unos minutos
Al llegar, abro las ventanas durante cinco o diez minutos. Me lo recomendó una amiga que vive en el norte, donde hace más frío que aquí, y me dijo que ventilar aunque sea un poco ayuda a despejar también la mente. Bueno, pues tenía razón.
Ese aire nuevo me hace sentir que la casa respira, y yo también.
Ducha corta
Antes usaba la ducha para repasar lo que me faltaba por hacer. Me metía bajo el agua y seguía pensando: “¿Qué voy a cenar? ¿Respondí ese mensaje? ¿Qué tengo mañana?”.
Ahora intento que sea justo lo contrario: entro en la ducha y desconecto. No me entretengo demasiado, pero esos cinco minutos me ayudan a cambiar de marcha.
Poner algo de música sin letra
No siempre tengo ganas de música, pero cuando la pongo, intento que sea instrumental, suave. No quiero voces que me cuenten cosas ni letras que me hagan pensar, solo una base de sonido que me acompañe mientras hago lo que venga después.
Tengo una lista con música lo-fi, piano suave o sonidos tipo jazz relajado, lo justo para que la casa tenga algo de fondo sin agobiarme.
No empezar nada en los primeros 30 minutos
Antes llegaba y me ponía a hacer cosas: una lavadora, mirar el correo, limpiar la encimera, revisar el buzón. Ahora no hago nada productivo durante al menos 30 minutos después de entrar.
Ese rato lo uso para lo que me dé la gana: tirarme en el sofá, tomar un té, leer dos páginas, acariciar al gato, mirar por la ventana. Me obligo, aunque parezca raro, a no hacer nada. Cuanto lo integré como rutina, noté que el estrés empezaba a menguar en mi interior.
La importancia de los olores
No lo pensé nunca hasta que me regalaron un difusor de aromas. Empecé usándolo por probar, pero pronto me di cuenta de que asociaba ciertos olores con estados de ánimo.
Ahora uso aceites esenciales (lavanda, bergamota, madera de cedro…) y los pongo en un difusor automático que se activa al llegar. Lo tengo programado para que empiece a funcionar a las 19:00, así que cuando entro en casa, ya hay un olor suave que me relaja. No es fuerte ni invasivo, pero crea una sensación de refugio.
Es como si la casa me dijera: “Ya puedes soltar el día”.
Estores automáticos que se bajan solos
Este fue un capricho que me di hace unos meses: cambié los estores del salón por unos automáticos que bajan solos al anochecer. Sé que suena muy de película, pero te aseguro que tiene un impacto más grande del que parece.
Primero, me quita una tarea: no tengo que ir a cada ventana a bajarlos. Segundo, crea una transición suave entre el día y la noche: no tengo que darme cuenta de que ya es de noche cuando todo fuera está negro. El cambio pasa casi sin que lo note.
Además, como están conectados con el sistema de iluminación, cuando se bajan, también se regulan las luces. El ambiente se vuelve más tranquilo, y eso ayuda a mi mente a entender que el trabajo terminó, que ahora toca descanso.
Tener una zona sin pantallas
Sé que suena exagerado, pero me he creado un rincón sin pantallas. Solo una butaca, una lámpara, una planta y un revistero (bueno, o un libro). Nada de enchufes ni cargadores, allí solo leo o pienso. A veces solo me siento y respiro.
No paso allí horas, pero me obligo a ir aunque sea diez minutos al día. Ese pequeño hábito me da una pausa visual y mental. No me comparo, no me llegan notificaciones, no hay ruido, solo estamos yo y mis pensamientos.
No encender la televisión sin querer hacerlo
Durante años, llegaba y encendía la televisión sin pensar. Ni siquiera me gustaba lo que había, era un gesto automático. Ahora solo la enciendo si realmente quiero ver algo, no por llenar el silencio.
He aprendido a tolerar el silencio de casa. Al principio era raro, incluso incómodo, pero ahora me gusta. Me ayuda a escucharme, a bajar el ritmo, a darme cuenta de si estoy cansado, enfadado o tranquilo.
Cena ligera, pero con intención
No me hago cenas elaboradas, pero sí me esfuerzo en que no sean cualquier cosa. No por salud (que también), sino porque cenar bien me hace sentir cuidado. Aunque sea una sopa, me la sirvo en un bol bonito. Si es una tostada, la acompaño con algo que me guste.
Comer con intención, aunque sea poco, me da una sensación de orden. Es como decirle al cuerpo: “Estamos bien, estás cuidado, puedes descansar”.
Ir bajando la intensidad del día poco a poco
Desde que llego hasta que me acuesto, intento que todo vaya en modo descenso. Si tengo que hacer algo pendiente, lo dejo para el día siguiente. Si tengo que ordenar, lo haré mañana. No quiero cerrar el día de forma acelerada, sino bajando lentamente, como cuando se termina una canción y suena el eco.
Y para eso, todo ayuda: la luz cálida, los estores que bajan, la música suave, el aroma, el silencio. Todo son señales para el cuerpo y la mente.
Dormir sin llevarme el día a la cama
Mi última rutina es escribir tres líneas en una libreta. No es un diario ni una lista de tareas, solo escribo tres cosas: una que agradezco del día, una que me molestó (sin entrar en detalles), y algo que espero para mañana.
Eso me ayuda a dejar el día en su sitio. No me voy a la cama con la cabeza llena, lo suelto y descanso mejor.
¿Y la domótica?
Podría decir que fue un lujo, pero en realidad ha sido una inversión en salud mental. No he llenado la casa de aparatos, ni mucho menos, solo tengo lo justo: un sistema sencillo de iluminación que se regula según la hora, estores automáticos que bajan al anochecer y un difusor de aromas que se activa a la hora en que suelo llegar. No es nada futurista, pero me ha cambiado la forma de vivir mi casa.
La tecnología, cuando acompaña, puede ser una gran aliada, sobre todo cuando ayuda a que el entorno trabaje a tu favor.
Al final, se trata de cuidar los detalles
No necesitas grandes cosas, solo observar qué te estresa y pensar cómo suavizarlo. Una luz más cálida, un olor que te guste, cinco minutos de silencio, una ducha consciente… No hace falta más.
Al final, cuidar la mente empieza por cuidar el lugar donde vives.


